El bar


En los pedidos mandan aún los cafés, los bollos a la plancha y las tostadas en convivencia con un que otro carajillo, tal cual copa de aguardiente o algún pincho de tortilla con botellín. Vacía ya su taza y cumplido el primer vistazo al periódico, el columnista alza la mirada y de inmediato constata, cual en anteriores ocasiones, la variopinta mezcolanza de la clientela: el ejecutivo de mediana edad, su atención compartida entre el móvil y la electrónica agenda; los obreros que en tanto comentan con entusiasmo el último triunfo de “la roja” atacan con entusiasmo sus bocatas; las empleadas de la contigua peluquería, su charla salpicada de gorjeantes risas; el vigilante nocturno ya de retirada; la pareja de, el heterogéneo amasijo de su desvencijado carrito bien lo prueba, sin techo; la viejecilla de dos portales más allá, a la que, vaya por Dios, se le muriera el pasado invierno el perrillo que tantas veces aguardara, fiel, a la puerta del establecimiento a que ella terminara de beberse su cortado – la leche bien caliente, ¡eh! – y de contarle, cual siempre, a la paciente camarera, los líos de su difunto; el setentón de varicosos tobillos y zapatillas de felpa que ya se apresta a despacharse la ración de callos que seguro que tan poco le convienen… Es el humano microcosmos cuya contemplación – y no la calidad de la oferta ni lo ajustado del precio – es la razón, bien lo sabe, de que haya hecho de este local del viejo Madrid, su habitual lugar de desayuno cada vez que en la ciudad pernocta.
Publicado en Columna Cinco del Grupo El Día. Martes 8 de septiembre de 2009. Foto tomada de Internet.

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