En la playa



Lleva ya rato contemplando, desde el pedregal previo a la arena, el extendido plano plomizo del mar jugando a confundirse en su final con el asimismo plúmbeo horizonte. El ronco-chirriante acorde del roce de las olas en los cantos que arrastran por la orilla con el rítmico runrún de su propio tabaleo sobre ella, pone una inesperadamente eufónica banda sonora a la estampa, bañada por el también tan paradójicamente luminoso gris de casi lluvia con que, ya de primera hora, quiso hoy vestirse la mañana. A su izquierda, saltando el reguero de la desembocadura del río, sobre el pedrero oeste de la concha de la playa, se perfila, antecediendo al cortado, el no muy alto estrato de arenisca donde otras veces, a otra luz y otra disposición de ánimo, rastreara el pasado a través de las icnitas, de las fosilizadas huellas de los terópodos que un día – los homínidos aún nada más que una incierta posibilidad en el futuro – deambularon por el paraje, en tanto que a su derecha, es directamente el verde ceniciento del acantilado quien cierra el proscenio. Única presencia humana en el lugar, se siente dueño absoluto del momento, del espacio y de su belleza… ¿Por qué entonces ese creciente sentimiento de melancólica tristeza sin - al menos identificable - causa, extraña nostalgia de todo y nada que, de repente, ha comenzado a invadirle, a empaparle el ánimo, en el momento justo en que, hace un instante, esa leve llovizna que, cual era de prever, ha hecho su aparición, dota a la escena toda de un aire de minué ceremonioso y exquisito?
Publicado en Columna Cinco del Grupo El Día el martes 22 de septiembre de 2009. Foto JAG

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