Fieramente existiendo



Corrían los sesenta-setenta del pasado siglo y su voz - junto a otras, desde luego, pero quizá para los más, la que más – era bandera de libertad para quienes mal respirábamos el viciado aire de una dictadura aún vigente por más que a su camisa de fuerza se le hubiera, con el tiempo, descosido alguna que otra costura. En su voz, la de los poetas – Alberti, León Felipe, Celaya… – nos alcanzaba, efectivamente, “como puño que golpea las tinieblas … más acá de la conciencia” instándonos “a galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar”. Que no fuéramos capaces de hacerlo es otra no tan recordada historia, pero lo que sí es cierto es que su voz, la voz de Paco Ibáñez, fue, por lo menos para algunos – si muchos o si pocos cada cual lo ha contado cual le ha convenido – el asidero emocional que requeríamos para no sentirnos solos y para compartir, a su través, un sueño de luz y de futuro que el paso del tiempo y ese gramo, ya que no de valentía, de sensatez que, en contra de cuanto nos habían dicho, resultó que, como pueblo, sí teníamos, nos proporcionaron. Por eso, por todo cuanto significó, cuando supe que el otro día, cuarenta años después de sus míticos recitales en la Sorbona y en el Olimpia parisino, había dado concierto – supongo que con la nostalgia como telón de fondo – en el Teatro del Châtelet de la capital gala, se me removieron los entresijos del alma y no pude por menos que, aún a riesgo de que la ya más que gastada aguja del tocadiscos las deteriora, volver a escuchar, rescatadas del olvido de la estantería, sus viejas grabaciones. Y volví a darle las gracias por haber conseguido que, pese a todo, siguiéramos “fieramente existiendo” a golpe de poesía.
Publicado en Columna Cinco, Grupo El Día, el martes 27 de octubre de 2009. Foto tomada de Internet.

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