Selva


Se fue tal y como vivió: discreta y calladamente, sin un mal ladrido. Se marchó de madrugada y en silencio tras un paseo tan sólo un algo fuera de hora y unas caricias que en ese momento no cabía sospechar - por más que su edad y sus achaques vinieran dando avisos y que, por una vez, algo parecido a un quejido se le hubiera, casi como a regañadientes, escapado - que iban a ser las últimas. Se apagó mientras quienes hace más de tres lustros la recogimos, abandonado cachorro callejero, sin sospechar el espléndido regalo que con ello nos hacíamos, dormíamos ajenos a su partida. Nos dejó tras dieciséis años de leal convivencia y de un rosario de gratos momentos: su renovada y puntual bienvenida en cada regreso a casa; tantos y tantos deambuleos – jaranera y rauda cuando joven, sosegada y serena en la madurez salvo que en su horizonte aparecieran, irresistibles tentaciones, un gato o una ardilla – en el parque o por el campo; su estar ahí, sin molestar (nunca fue pegajosa) pero siempre presta a acudir si se le reclamaba; su, incluso, aquí me tienes, a tu lado, cuando percibía, ¿cómo?, que algo se nos había torcido por dentro. Se ha ido; se ha ido dejándonos un dolor sordo pecho adentro y un hueco difícil de llenar. Sea hoy para ella, y bajo su propio nombre, esta columna escrita desde su ausencia al contrario de tantas otras mejor o peor pergeñadas en su presencia, y en alguna de las cuales llegó a, más o menos disfrazada, colarse. Adiós, Selva: gracias, muchas gracias por tanto como nos diste.
Publicado en Columna Cinco, Grupo El Día, el martes 23 de marzo de 2010. Foto JAG.

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