Selva
Se fue tal y como vivió: discreta y calladamente, sin un mal ladrido. Se marchó de madrugada y en silencio tras un paseo tan sólo un algo fuera de hora y unas caricias que en ese momento no cabía sospechar - por más que su edad y sus achaques vinieran dando avisos y que, por una vez, algo parecido a un quejido se le hubiera, casi como a regañadientes, escapado - que iban a ser las últimas. Se apagó mientras quienes hace más de tres lustros la recogimos, abandonado cachorro callejero, sin sospechar el espléndido regalo que con ello nos hacíamos, dormíamos ajenos a su partida. Nos dejó tras dieciséis años de leal convivencia y de un rosario de gratos momentos: su renovada y puntual bienvenida en cada regreso a casa; tantos y tantos deambuleos – jaranera y rauda cuando joven, sosegada y serena en la madurez salvo que en su horizonte aparecieran, irresistibles tentaciones, un gato o una ardilla – en el parque o por el campo; su estar ahí, sin molestar (nunca fue pegajosa) pero siemp