Don Miguel


No supe entonces cómo ni por qué aquel relato de tan sólo cinco meses del por otro lado nada extraordinario día a día de un bedel amante de la caza y vuelto tolondro por una buñolera a sus ojos con más aquél que la mismísima fílmica Pier Angeli, historia y personaje tan en principio lejanos de mis intereses y lecturas del momento, se me metió tan de inmediato, en cuanto me lo eché al coleto, – calculo que a principios de los setenta ya que era un ejemplar, bien lo sé que ahora mismo lo tengo delante, de la sexta edición, junio del 71 - en mis entretelas de voraz tragalibros; pero eso fue lo que pasó. Por alguna inopinada razón aquel “Diario de un cazador” se me coló, ipso facto y sin remedio, en el sanctasanctórum cabe títulos tan en principio disímiles como la stevensoniana Isla del Tesoro, las tenebrosas historias de Poe, las mágicas crónicas marcianas de don Ray Bradbury o la irresistible atracción de los abismos dostoyevskianos que a la sazón lo habitaban. Sólo con el tiempo he llegado a la firme conclusión de que fue sin duda porque fue en sus páginas donde – aunque sin ser casi consciente, en ese instante, de ello – descubrí la espléndida belleza de mi lengua al sentirla como nunca antes la sintiera; esa belleza que sólo alcanza cuando quien la maneja - perdón, quien por ella, sabio y a la par humilde, se deja usar – lo hace desde la sencillez de quien vaya si la conoce, sí, pero también desde la enamorada razón de quien la vive y ama. Cual lo hacía; cual en tantas ocasiones lo hizo, Miguel - don Miguel - Delibes.

Publicado en Columna Cinco, Grupo El Día, el martes 16 de marzo de 2010

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