De noche, en el parque



Apenas una leve brisa pespunteaba la calidez de la noche. Con su perro al lado, el hombre había completado el breve recorrido hasta el cercano parque sin cruzarse con nadie. Igual de solitario se le había ofrecido el recinto. Ni un alma por sus iluminados senderos ni pareja, corrillo de jóvenes o grupo de inmigrantes alguno ocupando, cual otras veces, sus bancos. Lo avanzado de la hora – la una de la madrugada ya al alcance del minutero, jaleos de último momento habían retrasado en demasía, incluso para sus ya disparatadas costumbres, la cena y el subsiguiente canino paseo – era sin duda la causa. Soltó a su acompañante y echó a andar bajo el frondoso dosel de los falsos plátanos de la avenida principal. No había dado unos pasos cuando se vio obligado a pararse: sobre su cabeza y en torno suyo, aquí y allá, la noche, la noche toda, era un omnipresente cruce de trinos y gorjeos, de canoros retos de árbol a árbol, de rama a rama, en total, plural, mágico concierto. Un concierto que no cesó en todo el rato, largo rato – no pudo por menos que prolongarlo - que hizo que durara su deambuleo y que le imbuyó de una sensación de gozo, casi física, que aún le duraba cuando, ya de vuelta en casa, apartaba las sábanas para entregarse al descanso. Una sensación que desde entonces – y en tanto siga constatando que el milagro continúa – le ha hecho retrasar deliberadamente su nocherniega salida por más que su canino compañero no acabe de comprender tan repentino trastorno de unos horarios antes tan asentados.

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