Natasha



El pasado jueves, en la aldea de Koshgueldi, en el distrito de Gudermés de la república norcaucásica de Chechenia, era inhumado el cuerpo de Natalia Estemírova, una de esas mujeres – y hombres – cuya forma de ser y de actuar nos reconcilia, pese a tanta maldad, miseria y cobardía como nos gastamos, con nuestra condición de seres humanos. Defensora de la verdad y por ello asesinada el día antes, venía así a unirse en vida y destino, más allá del galardón que con su nombre le fuera otorgado en 2007, a la periodista rusa Anna Politkóvskaya, también denunciadora de crímenes y abusos, también acribillada a tiros y también, cual ella, convencida – así lo dijo – de que “las palabras pueden salvar vidas”. No sé como es Koshgueldi (en la mismísima red su nombre sólo aparece en relación con el propio sepelio) ni desde luego cómo es el cementerio en el que el cuerpo de Natasha - como la llamaban sus compañeros de la Ong Memorial y quizá también, en su día, su padre, al lado de cuya sepultura está ahora la suya - fue enterrada, tras el rito musulmán de la ablución, antes de que el sol iniciara su despedida vespertina; de lo que estoy bien seguro es de que si – cual esperamos los creyentes – un día resucitan los cuerpos de los muertos, el de Natasha, el de Anna y los de quienes, cual ellas, arriesgaron y, aquí y allá, gracias por siempre, van a seguir arriesgando su vida por los demás, serán los más puros, refulgentes y hermosos de todos cuantos, gloriosos, se alcen.



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