Una fuerte preocupación
La notable incidencia de
la Covid-19 en distintos puntos de nuestro país sobre el colectivo de los
trabajadores temporeros encargados de labores agrícolas –en
gran medida, como bien sabemos, consecuencia tanto de las duras condiciones en
las que tantas veces desarrollan su trabajo como, especialmente, de las
absolutamente inaceptables características materiales de los espacios en los
que en demasiadas ocasiones se ven obligados a residir si es que no acaban por
tener que hacerlo en la misma calle– inscribe, lógicamente, una más que
importante nota de preocupación en la agenda rural de nuestra provincia y de
nuestra región con el inicio de la vendimia ya casi en el horizonte. No es que
quede ya mucho tiempo pero ojalá, entre las medidas que ya anuncian las administraciones
y el propio ya no humano sino simplemente racional comportamiento de sus
empleadores, seamos capaces de, aprendiendo de las ajenas y propias
experiencias, conseguir que las labores de recogida de la uva en el que tantas
veces se ha calificado como el mayor viñedo del mundo se desarrolle dentro de
los mejores parámetros posibles. A ello contribuirán sin duda en buena medida
las normas recién dictadas por la Consejería de Agricultura de la Junta de
Comunidades si tanto el propio convencimiento de quienes deben aplicarlas como
la vigilancia e inspección de su cumplimiento por parte de quienes las han
promulgado se lleva a cabo con todo rigor. Unas normas que obligan a los
empleadores a confeccionar grupos de trabajo estable que deberán procurar que
se conformen teniendo en cuenta a trabajadores que convivan juntos, especialmente
si comparten dormitorio, y que señalan también que los integrantes de
cuadrillas distintas estén físicamente tan separados como sea posible, que esas
cuadrillas no se mezclen entre sí, y que esa diferenciación entre ellas se
tenga en cuenta al repartir a los trabajadores en los vehículos –por supuesto
tanto ellos como los conductores con, lógicamente, las obligatorias
mascarillas– con los que se desplacen, desplazamientos para los que se señala que en la medida de lo posible
se priorice el uso de bicicletas, motocicletas o se lleven a cabo a pie. Normas
que también indican que se escalonen las entradas y salidas a las explotaciones
y se disponga la labor de las cuadrillas evitando su coincidencia en un mismo
espacio, que se observen pausas y descansos en una labor si ya de por sí
fatigosa, aún más en esta ocasión por el uso de la mascarilla, que se eviten
medios de hidratación colectivos como botijos o garrafas, optando por botellas
o cantimploras individuales y que se procure que los utensilios sean de uso
exclusivo e incluso en ese caso, se desinfecten como mínimo dos veces en cada
jornada. Normas que también hablan de que debe haber preparados espacios de
aislamiento para el caso de que aparezca algún brote, espacios que la orden de
la Consejería traslada al empleador cuando éste sea el responsable también del
alojamiento de los trabajadores y que cuando no pueda ser facilitados deberá
ser dispuestos por las entidades locales. Nadie dice, desde luego, que todo
esto vaya a ser ni fácil ni barato; son sin duda medidas, muy distintas de las
habituales en circunstancias normales, que implican tanto una atención
específica para su aplicación como, evidentemente, un mayor coste económico,
pero, qué caramba, todos, recordémoslo, hemos venido adoptando y, digámoslo sin
tapujos, soportando y sufriendo, en mayor o menor medida, y aún seguimos haciéndolo, duros y estrictos condicionantes
en aras de ese bien supremo social que es la salud colectiva. Ojalá –crucen los
dedos– seamos capaces de que, tanto por el propio convencimiento de todos los
interesados como, hay que insistir en ello, por la vigilancia por parte de las
administraciones de su cumplimiento den su fruto.
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