Después del Museo
Óleo de Miguel Ángel Moset
Si algo resulta
indubitable en la historia de la práctica artística conquense contemporánea es
la influencia decisiva que tuvo y ha seguido teniendo en ella el asentamiento
en la capital de la provincia de la colección de Arte Abstracto que Fernando
Zóbel inauguraba el 1 de julio de 1966 en las por aquellos días restauradas
Casas Colgadas. Su apertura, aparte de colocar a Cuenca en la agenda plástica
nacional, iba a significar un radical antes y después en la propia vida
cultural de la ciudad por su papel como esencial elemento catalizador de su
desarrollo. Y es que el Museo –recordemos que fue el
único dedicado al arte contemporáneo que hubo en España hasta la muy posterior
puesta en marcha, en 1990, del Reina Sofía– al acercar a la sociedad conquense a la modernidad plástica iba a actuar como revulsivo
para cuantos, especialmente los más jóvenes, andaban dando en ella sus primeros
o no tan primeros pasos en la práctica artística.
Porque, además de poder
acceder en directo al hacer de la generación más sugerente y decisiva del
quehacer plástico del momento en el país no sólo mediante la contemplación de
sus realizaciones sino con el contacto personal con muchos de sus integrantes
en el curso de las visitas a la ciudad
que de ellos iba a propiciar la nueva institución –que en algunos casos incluso
se iban a decantar en asentamientos más o menos duraderos en ella– esos jóvenes
o no tan jóvenes artistas locales iban a poder disfrutar de la abierta
disponibilidad de una biblioteca que, convertida en ejemplar espacio de reunión
y convivencia, les abría una ventana al mundo gracias a las publicaciones
artísticas nacionales e internacionales que en ella se recibían.
Un horizonte nuevo
Así lo remarcaría, tiempo
después, con especial emoción y cariño, el recientemente desaparecido pintor
Miguel Ángel Moset en su discurso de entrada en la Real Academia Conquense de
Artes y Letras: “No estábamos únicamente ante un espacio expositivo, sino ante
un verdadero foro de encuentro y difusión de nuevas formas de ver y de sentir
un nuevo arte, de unos conceptos y de unos conocimientos que desbordaban
nuestro saber (…) El sentimiento y veneración que sentías ante los que
considerabas maestros, sentimiento que hoy sigue vivo, los contactos entre
jóvenes que empezábamos a pintar, y sobre todo, la cantidad de información que
llegaba no sólo con las publicaciones, sino con aquel flujo constante de
artistas que pasaban por el museo crearon unas condiciones óptimas para que mi
mirada sobre la realidad caminara hacia un horizonte nuevo”.
Reafirmada quede pues esa
incontestable, decisiva y enormemente benefactora condición de palanca
motivadora y dinamizadora del Museo de Arte Abstracto en la vida artística
conquense. Como también –añadamos un ítem más a la
lista de beneficios– su, andando el tiempo, peso en
la decisión de ubicar en el campus conquense la Facultad de Bellas Artes de la
Universidad autonómica. No obstante, a la vista de lo luego sucedido, cabe preguntarse si esa misma casi omnímoda
presencia no sólo en el hacer artístico desarrollado en la ciudad sino, asimismo,
en la conformación de la imagen que de ella se instaló, y aún perdura, en el
ideario artístico nacional y especialmente en su reflejo mediático, no ha
provocado que en buena medida el reconocimiento del hacer de las generaciones
plásticas que tras la apertura del Museo han desarrollado su tarea entre
nosotros no ha quedado eclipsado, en un no deseado e injusto daño colateral,
por tan unívoco fulgurar de esa omnímoda imagen pública.
Un cierto pero
Porque, reconociendo por
supuesto –quien, insensato, lo negaría– la importancia de la generación
representada en la Colección de las Casas Colgadas, vaya si no habría que, déjenme que use una expresión tan de moda, ir poniendo en valor bastante más de lo que se ha
hecho, la obra desarrollada en la ciudad o, saltando desde ella, en otros
ámbitos nacionales o internacionales, por tantos y tantos artistas, conquenses
o enconquensados, buena parte de ellos integrantes de aquel grupo de jóvenes a
los que el Museo les abrió horizontes y esperanzas, junto a otros con más edad
y en aquel momento historial pero sobre los que también ejerció claro influjo o
a los que dio renovados ánimos.
Hablo, por ejemplo, de artistas
como Luis Muro, Miguel Zapata, Bonifacio Alfonso, Julián Pacheco, Pepe España,
José María Yturralde, Nicolás Mateo Sahuquillo, Óscar Pinar, Ángel Cruz, Carlos
Olivares, Nacho Criado, Pancho Ortuño, Mitsuo Miura, Kozo Okano, Keiko Mataki,
Florencio Garrido, Carmina González, Javier Cebrián, Concha Lledó, Antonio
Gómez, Carlos Pérez, José María Lillo, Luis Buendía, Adrián Moya, Simeón Sáiz,
Arturo Forriol, Felipe Jiménez, Alberto Romero, Javier Pagola, Javier Floren,
Aurelio Cabañas, Perico Simón, Vicente Marín, Óscar Lagunas, Emilio Morales,
Javier Barrios, Vitejo, Segundo Santos, Carlos Codes, El Manchas, Jesús Ocaña,
Ángel Izarra, Miguel Muñoz, Fernando Pellisa, Juana Abad, Mateo de la Vega,
Jesús Torrijos, Pedro Olivares, Adolfo G. de la Iglesia, Vicente Cuesta,
Gonzalo Gómez, Fernando Buenache, Luis Vidal, Damián de Dios, Adrián y Rubén
Navarro, Tomás Bux, Luis Castillo, Jesús Ortega, José Luis Martínez, Victoria
Santesmases, Remy J. López, Santiago Torralba, Carmen Pinuaga, Pablo Tapia,
Agustín Rubio, José María Albareda, Alejandra Freymann, de los integrantes del
colectivo Lamosa y de tantos otros que, de seguro, en este repaso sin papeles
se me habrán quedado fuera, a más del ya citado Miguel Ángel Moset o la tan olvidada
por estos nuestros lares hasta que recientemente le galardonaran con la Medalla
de Oro al Mérito en Bellas Artes Paz Muro, una –como
bien han señalado Isabel Tejeda y Lola Hinojosa– de las pioneras del arte
conceptual y efímero en España durante los años setenta y una de las representantes
del giro teatral de la década siguiente.
Un necesario
reconocimiento
La lista es contundente.
En su conjunto se conforma como una pléyade de creadores de las más varias
tendencias y modalidades expresivas bien merecedores, particularmente y en su
conjunto, de una valoración y una estima que no han tenido en su justa medida
en estas nuestras propias provincia y ciudad. Una pléyade cuya imagen tampoco hemos
sabido potenciar hacia fuera aprovechando ese calificativo que tanto usamos
pero al que no acabamos de sacarle todo el rendimiento que deberíamos, de
Cuenca como ciudad de arte y cultura. Son, desde su valía, la demostración de cómo
–robándole la frase al diseñador y escritor toledano Miguel Ángel Mila, director
que fuera del por desgracia desaparecido Centro de Diseño de Castilla La Mancha
en su día ubicado en nuestra ciudad– vaya sí en Cuenca no ha habido vida, y
tanta y tan fecunda, después del Museo de Arte Abstracto.
Bueno sería por ello que
cuantos por estos andurriales de la cultura nos movemos no sólo pusiéramos de
relieve tal hecho sino que diéramos testimonio y dejásemos constancia
documental, mucho más de lo que lo hemos hecho, de esa preterida realidad. Y
que demandemos de nuestra sociedad el reconocimiento de su papel en nuestra
historia plástica. Es más, tendríamos que pelear para que la obra de estos artistas
tenga la presencia y la exhibición que merece en nuestra propia oferta
museística con la creación de una institución que, junto a la producción
artística anterior a la propia creación del museo zobeliano –también más que
necesitada de revaloración y escaparate– recoja tan nutrida cosecha. Una oferta
que, al tiempo, bien podría servir, también, para dar espacio y cancha al hacer
de la nueva generación que ahora mismo principia a su vez en nuestra ciudad, en
ella incluidos, por supuesto, las alumnas y alumnos de esa Facultad de Bellas
Artes a la que líneas arriba aludí.
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